"Pasaron los buenos y viejos tiempos. ¿Se acuerda? Un día de marzo. Primer día de clase. Guardapolvo blanco y almidonado. Trenzas. O moño azul. Su hijo o hija “empezaron la escuela”, como solía decirse. Mucha emoción, un poco de miedo, algunas lágrimas. Pero en el fondo una gran tranquilidad. “Me dijeron que la señorita Rodríguez es una monada, que quiere mucho a los chicos”. Después, la primera fiesta patria. Y su hijo, a lo mejor, abanderado. Los buenos y viejos tiempos.
Así, a vuelo de máquina, le quiero
recordar algunos hechos, algunos nombres, algunas cifras. Después del 25
de mayo de 1973, cuando Cámpora asumió el poder y liberó a los
guerrilleros, la izquierda marxista que había trabajado en todos los
frentes para facilitar ese asalto al poder recibió el premio que más
codiciaba: la conducción de la educación del país. Un marxista ocupó el
Ministerio y un cura tercermundista que había dejado los hábitos para
casarse quedó como responsable de la enseñanza privada. La guerrilla
ocupó facultades, expulsó profesores y convirtió las aulas que usted
pagaba -no lo olvide, que usted pagaba- en arsenales y muestrario de
hoces, martillos y banderas rojas. A su hijo le impusieron una materia
(estudios de la realidad social argentina) que lo obligaba a leer libros
de Marx, Engels, Fidel Castro y el “Che” Guevara. A eso se le llamó
“transformación educativa y cultural”. Linda frase. Sonora. A lo mejor a
usted mismo le pareció, entonces, algo importante. ¿Sabe qué significó
esa materia y esa “transformación educativa y cultural”? Anote: 5.757
profesores expulsados. En pocas palabras, una purga marxista a la manera
de la Unión Soviética.
Su
hijo, por aquellos días, oía hablar del “compañero decano”, de
“liberación”, de “patria socialista”. El marxista peronista Rodolfo
Puiggrós gobernaba la Universidad de Buenos Aires, y la de Bahía Blanca
la manejaba el terrorista Víctor Benamo. Mientras tanto, Francisco
Urondo, un escritor marxista implicado en el asesinato del Almirante
Berisso, hacía y deshacía en Filosofía y Letras. Raúl Aragón, rector del
Colegio Nacional Buenos Aires, proclamaba: “Los combatientes lucharon
por el cambio y son la garantía de una Argentina que va hacia el
socialismo. Hay que continuar la lucha…” Se llegó a proponer un sistema
curioso. Que los alumnos se calificaran mutuamente, o bien que se
prorratearan las notas. Ejemplo: su hijo, con esfuerzo y tal vez
sacrificio, estudiaba y sacaba un 10. Un compañero de su hijo, que no
estudiaba y se pasaba el día pintando carteles guerrilleros, sacaba un
1. Pero como estaba prohibido “estimular la competencia capitalista”, el
10 de su hijo se dividía por 2 y así le tocaban 5 puntos al vago
guerrillero, que además gozaba de todas las ventajas de una Universidad
gratuita. La que usted, con sus impuestos, le regalaba. Le puedo contar
cien o mil casos similares. Pero creo que es suficiente.
Durante ese tiempo muchos hijos de
familias honestas y trabajadoras, de familias que los habían educado
dentro de un sistema de valores donde Dios, la Patria, la familia, el
respeto por el prójimo, la escuela, la propiedad y las jerarquías
ocupaban un lugar importante, fueron adoctrinados sutilmente. Los
ideólogos de turno le dijeron que todo eso era mentira, y en muchos
casos consiguieron que su presa empuñara las armas y pasara a la
guerrilla. Yo supongo que muchos padres vieron el peligro. Las malas
compañías, las reuniones sospechosas, los libros extraños, el desorden
de costumbres. Pero no hicieron nada. No se defendieron contra la
agresión. Se callaron. Fueron cómplices. Por amor o por comodidad o por
indiferencia o por cobardía fueron cómplices. No hablaron con sus hijos.
No le preguntaron nada. No intentaron detenerlos. Tampoco denunciaron
el caso cuando se desató -por fin- la lucha contra la guerrilla. Y a lo
mejor terminaron en la morgue, reconociendo el cadáver de su hijo o de
su hija. Cuando era demasiado tarde para arrepentirse.
Después del 24 de marzo de 1976, usted sintió un alivio. Sintió que retornaba el orden.
Que
todo el cuerpo social enfermo recibía una transfusión de sangre
salvadora. Bien. Pero ese optimismo -por lo menos en exceso- también es
peligroso. Porque un cuerpo gravemente enfermo necesita mucho tiempo
para recuperarse, y mientras tanto los bacilos siguen su trabajo de
destrucción. Hoy, aun cuando el fin de la guerra parece cercano, aun
cuando el enemigo parece en retirada, todavía hay posiciones clave que
no han podido ser recuperadas. Porque hay que entender algo, con
claridad y para siempre. En esta guerra no sólo las armas son
importantes. También los libros, la educación, los profesores. La
guerrilla puede perder una o cien batallas, pero habrá ganado la guerra
si consigue infiltrar su ideología en la escuela primaria, en la
secundaria, en la universidad, en el club, en la iglesia. Ese es su
objetivo principal. Y eso es lo que todavía puede conseguir. Sobre todo
si usted, que tiene hijos, no está alerta.
Entienda algo y de una vez por todas. Esta guerra no es de los demás. También es suya.
Si
usted manda a su hijo a un colegio -religioso o laico- cumple apenas
con una obligación civil. Eso no es lo más importante. Lo importante es
que cumpla también con las leyes morales de su sociedad y de su cultura.
¿Cómo? No es tan difícil. Interésese por los libros que los profesores o
los sacerdotes recomiendan a su hijo. Sea cauteloso ante las
actividades escolares que no son estrictamente materias de promoción,
como por ejemplo Catequesis o Moral. No mire con indiferencia o con
absoluta conformidad otras actividades que se prestan a desviaciones:
los campamentos, los encuentros de convivencia, los retiros
espirituales, las visitas a villas miseria. Usted tiene una gran
responsabilidad en esto. Porque usted no sabe -no puede saber- qué cara
tiene el enemigo. O de qué se disfraza. Usted le entrega, le regala su
hijo a la escuela durante muchas horas por día -a veces durante semanas
enteras-, e ignora qué ocurre. Seguramente lo estarán educando como
corresponde. Pero cabe la posibilidad de que no sea así. Y un día,
cuando su hijo empieza a discutir con usted, cuestiona sus puntos de
vista, habla de “brecha generacional”, afirma que todo lo que aprende en
la escuela es bueno y todo lo que aprende en la casa es malo o está
equivocado, ya es demasiado tarde. Su hijo está hipnotizado por el
enemigo. Su mente es de otro. De allí a la tragedia hay un corto y
rápido paso. Si eso ocurre y un día usted tiene que ir a la morgue a
reconocer el cadáver de su hijo o de su hija, no puede culpar al destino
o a la fatalidad. Porque usted pudo haberlo evitado.
Por
ejemplo: ¿Usted sabe qué lee su hijo? Repasemos. Yo sé que hay colegios
donde “Cien años de soledad”, de Gabriel García Márquez, es un texto
obligatorio. “Cien años de soledad” es para muchos una novela bien
escrita, interesante, llena de ganchos, entretenida. Pero… ¿usted la
leyó? A lo mejor no. Confía en que es buena porque leyó comentarios,
críticas, elogios. Porque fue best seller. Porque durante mucho tiempo
medio mundo habló de ella. Y de pronto en esa confianza hay un error. Yo
la leí y me gustó. Pero yo soy un adulto. Y tengo una hija adolescente.
¿Que qué quiere que le diga? A mí no me gusta que mi hija adolescente
lea -y menos por obligación- una novela que rezuma sexo, hedonismo,
infidelidades y descripciones sicalípticas. En otros colegios ya no se
lee a Cervantes. Ha sido reemplazado por Ernesto Cardenal, por Pablo
Neruda, por Jorge Amado. Buenos autores para adultos seguros de lo que
quieren, pero malos para adolescentes acosados por mil sutiles formas de
infiltración y que todavía no saben lo que quieren. Si usted no los
leyó, léalos y saque conclusiones. Eso también es parte de su trabajo y
de su responsabilidad en este tiempo y en esta guerra. Piense que si no
lo hace, de pronto tiene que aceptar que “Las venas abiertas de América
Latina”, por ejemplo, sea uno de los libros de texto de su hijo. No se
asombre. Ocurrió.
Por
eso, por todo eso y por mucho más, prudencia. Cautela. Vigilancia.
Analice las palabras que su hijo aprende todos los días en la escuela.
Hay palabras sonoras, musicales, que forman frases llenas de belleza.
Pero que encierran claves que el enemigo usa para invadir la mente de su
hijo. Cierto tono clasista en los comentarios, la palabra ‘compromiso”,
descripciones del mundo como un mundo de pobres y de ricos, y de la
historia como una eterna lucha de clases. Por ese trampolín se salta
rápidamente de la educación bancaria (la tradicional, la que conoce
jerarquías: el alumno en el banco y el profesor en el estrado) a la
“educación liberadora” que preconizaba Paulo Freire, un ideólogo de
Salvador Allende. ¿Sabe qué postula la “educación liberadora”? Yo se lo
digo. Nada de jerarquías. Igualdad entre profesores y alumnos. Lo mismo
el que sabe que el ignorante. En una palabra: anarquía.
Creo que esta carta llega a su fin.
De
ahora en adelante mucho -casi todo- depende de usted. No basta con
almidonar el guardapolvo, comprar los libros y los cuadernos y pagar la
cooperadora. Hay otras responsabilidades más profundas. Esté atento. No
se deje sorprender. Cuando le digan que un colegio es “serio”, no
traslade toda la responsabilidad a los otros. Interésese. Averigüe y
controle. Esta carta no pretende alarmarlos, señora, señor. No le pide
tampoco que desconfíe hasta de su sombra. Simplemente le pide prudencia,
que se interese -con más esfuerzo, si es posible- por el mundo que
rodea a su hijo. ¿Sabe por qué? Porque lo que pasó durante la pesadilla
del Camporismo no surgió por generación espontánea. Fue el resultado de
veinte años de “trabajo” sutil de una cultura para matar otra cultura. Y
ese trabajo sigue. En muchas trincheras. Se acabaron los buenos y
viejos tiempos. La señorita Rodríguez puede ser una monada. Pero no deje
todo librado a otros. Porque si usted se desinteresa, no tendrá derecho
a culpar al destino o a la fatalidad cuando la llamen de la morgue.
Un amigo"
No hay comentarios:
Publicar un comentario